EN EL HOGAR
Hay bajo el techo de mi hogar tranquilo,
donde nunca penetra la tristeza,
un ángel de virtud cuya cabeza
la nieve de los años coronó:
él es el astro que mi vida alumbra,
él es el tronco que me presta arrimo,
él es el árbol cuyo fruto opimo
mi inteligencia en la niñez nutrió.
Son blancos sus cabellos y parecen
espejo de su límpida conciencia,
su mirada revela la clemencia
y sus labios se entreabren para orar.
Si él está allí, serénanse las penas
y vuelve al pecho la amorosa calma;
si él está allí, no hay dicha para el alma
como la dicha santa del hogar.
Hay tanta mansedumbre en su semblante
y es tan santa y tan pura su enseñanza
que renace en el pecho la esperanza
sus frases apacibles al oír.
Nunca el enojo con severo ceño
turba su frente de quietud tranquila,
y parece que guarda su pupila
el lontananza azul del porvenir.
Son sus consejos el timón seguro
que dirige la nave de mi vida;
entre sus labios la verdad anida
y en sus palabras se refleja el bien.
Nunca en la lucha mundanal se abate
ni arroja su bordón de peregrino,
y cruza siempre el celestial camino
que conduce a las puertas del Edén.
Alma del alma que a tu amparo vive,
faro que alumbra el horizonte oscuro,
hábil piloto que el bajel seguro
consuces en las ondas de la mar.
Tú, en el desierto misterioso oasis;
tú, en mi derrota la polar estrella,
astro luciente que su luz destella
en el cielo bendito de mi hogar.
Nunca tu luz de mi camino apartes,
nunca permitas que en la sombra luche;
siempre tu acento cariñoso escuche,
y beba en tus palabras la virtud.
Yo soy torrente que rigiendo salta
y el valle todo con su voz atruena;
tú con tu ejemplo poderoso enfrena
mi indómita y ardiente juventud.
Yo quiero ser el báculo que apoye
de tu cansada ancianidad el peso;
yo quiero darte el amoroso beso
que calma la borrasca del dolor;
quiero vivir para prestarte abrigo
para adorarte como tú me adoras,
para llorar si por acaso lloras
y para amarte con sublime amor.
Bien sé que no merezco de tus huellas
pisar el polvo que levanta el viento,
bien sé que mi mezquino pensamiento
jamás se puede remontar a ti.
Yo soy el cardo que en la arena brota,
tú la adorada y la fecunda espiga;
yo la punzante y venenosa ortiga,
que todo es negro y miserable en mí.
Pero tú, santo amparo de mi vida,
tú, la existencia para el bien me diste;
tú mis primeros pasos dirigiste
y me enseñaste en la niñez a orar.
Tú encaminabas mi insegura planta
a los altares del sagrado templo,
y con tu santo y poderoso ejemplo
enseñaste mi espíritu a esperar.
¿Cómo callar entonces, padre mío?
¿Cómo ahogar esa voz que se levanta
y que en mis labios y mi lira canta
con la estrofa sublime del amor?
¿Cómo poner sacrílega la mano
y comprimir del pecho los latidos?
¿Cómo ahogar de mi alma los gemidos
si estalla en un momento de dolor?
Si alguna vez con torpe desvarío
aumenté de tu pecho la amargura,
si alguna vez en criminal locura
con mis ciegos desmanes te ofendí;
perdona, padre, al que llorando viene
para implorarte su perdón de hinojos,
al que besando tus serenos ojos
quiere pedirte su perdón así.
Enero 1878
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