MARÍA
Sonó la voz de Dios: “Tú, en cuya frente
quise estampar de mi grandeza el sello,
derramando sobre ella eternamente
la luz del claro sol; tú, en cuya mente
de mi gloria inmortal puse un destello;
tú, que del polvo terrenal nacido,
soberano de espléndido palacio
te llegaste a mirar, y envanecido,
mi amor y mi piedad diste al olvido,
a la humana ambición abriendo espacio;
tú, errante seguirás en el futuro
la estrecha senda que a seguir acierte
con temeroso afán tu pie inseguro;
tú, que la vida despreciaste, impuro,
verás alzarse por doquier la muerte”.
¡Y errante caminó! ¡Cuán angustiada
llegó a encontrarse en su primer jornada
la triste humanidad, hasta que el cielo
piadoso quiso mitigar su duelo
en la cima del Gólgota, sagrada!
Allí fue donde el Dios que el orbe alienta,
el Dios del Sinaí que el rayo lanza
y hace escuchar su voz en la tormenta,
víctima santa de mortal afrenta,
derramó con su sangre la esperanza.
Aún resuena en los aires condolida
la agonizante voz del mártir fuerte,
por la voz de los siglos repetida;
el ay postrero de su triste muerte
abrió los mundos de la eterna vida.
Y desde entonces, madre cariñosa
el hombre tiene en la sin par María;
ella calma sus penas bondadosa
y del mundo en la noche tempestuosa
es faro de esperanza y alegría.
Ella es la madre del amor divino
que sobre el mundo su bondad derrama,
ella alienta al cansado peregrino,
abrevia de los males el camino
y en santo gozo el corazón inflama.
Enjuga el triste llanto del que llora
y alivia los dolores del que pena:
por eso el hombre su favor implora,
que ella es de todo mal consoladora,
que ella es de todo bien fuente serena.
Su santo nombre es suave como gota
de avara lluvia en el sediento estío;
del arpa del amor mística nota
que de los senos de la vida brota
y llena de los seres el vacío.
Nombre que cual profética paloma
del arca de los tiempos se desprende;
azucena gentil de suave aroma,
iris de paz que las borrascas doma,
luz que la fe del corazón enciende.
Ese nombre los siglos nunca oyeron
que la cuna del mundo rodearon,
ni los sabios de Grecia lo entendieron,
ni las damas de Roma lo tuvieron,
ni las musas profanas lo cantaron.
Que ni el plácido arroyo que murmura
bajo el ramaje de la selva umbría,
ni el ruiseñor que canta en la espesura
tienen la suave y mística ternura
del dulcísimo nombre de María.
¡María! dulce nombre y armonioso,
primer acento que sonó en mi boca.
¡María! ser angélico y hermoso
que como escudo fuerte y amoroso
al hombre guarda que con fe lo invoca.
Casta mujer para sufrir nacida,
grande cual monte, humilde como helecho,
madre del que las fuentes de la vida
al hombre ciego en su furor deicida
clemente abrió desde el sepulcro estrecho.
No brilló como Venus Afrodite
por belleza y lascivia de consumo;
ni renombre gentílico transmite,
ni el manejo partió, como Anfitrite,
del húmedo tridente de Neptuno.
Fue una virgen humilde e ignorada
como rosa escondida en su capullo,
la madre de Jesús inmaculada
que aceptó sus dolores resignada
y aceptó sus grandezas sin orgullo.
Hija del llanto y madre del consuelo,
ella es la madre del linaje humano;
ella ¡la reina mística del cielo!
Calma del hombre el padecer y el duelo,
y con sublime amor y santo celo
tiende hacia él su protectora mano.
*
¡Oh, reina inmaculada! Por tu sin par pureza
tú fuiste la escogida Esposa del Señor,
y rota y quebrantada por ti fue la cabeza
de la infernal serpiente que nos condujo a error.
Mis ojos te contemplan, hermosa cual ninguna,
subir hasta los cielos en busca de tu amor;
y mírase a tus plantas la refulgente luna,
y cércate la aurora con su rosado albor.
Tus ojos oscurecen la luz de las estrellas,
el aura es tu sonrisa dulcísima y fugaz,
y el cielo que admiramos, la alfombra de tus huellas,
y el sol resplandeciente, la sombra de tu faz.
Revélanos tu nombre el murmurar del río,
repítenlo las aves en lánguida canción,
y en el mundano suelo lo invoca el hombre impío
cual dulce mensajero de paz y de perdón.
Te invoca el marinero en la borrasca ruda,
invócate el soldado en la batalla cruel,
y al mísero marino tu patrocinio escuda,
y ciñes al guerrero con inmortal laurel.
Los ángeles te adoran en éxtasis sublime,
los míseros mortales te elevan su oración;
porque es tu nombre santo consuelo del que gime,
porque nos da tu nombre la paz del corazón.
¡Tesoro de esperanzas, promesa de cariño,
iris resplandeciente del cielo espiritual,
más blanca que los linos, la nieve y el armiño,
mi fe te ha proclamado desde pequeño niño,
sin mancha concebida de culpa original!
Al alumbrar mis ojos la luz del nuevo día,
al toque religioso que invita a la oración,
y al reclinar mis sienes del sueño a la porfía,
te ha enviado siempre el alma, Purísima María,
envuelta en sus plegarias, la fe del corazón.
A Ti caminan siempre mis tristes confidencias,
mis lúgubres suspiros se elevan siempre a Ti,
y en los coloquios dulces de santas conferencias
balsámicos consuelos de todas sus dolencias
el alma apesarada encuentra siempre en Ti.
¡Estrella de los mares! la nave de mi vida
desmantelada y frágil te plazca dirigir;
los últimos acentos de mi alma agradecida
te llamen, virgen santa, sin mancha concebida,
mis últimas miradas te encuentren al morir.
1877
Sonó la voz de Dios: “Tú, en cuya frente
quise estampar de mi grandeza el sello,
derramando sobre ella eternamente
la luz del claro sol; tú, en cuya mente
de mi gloria inmortal puse un destello;
tú, que del polvo terrenal nacido,
soberano de espléndido palacio
te llegaste a mirar, y envanecido,
mi amor y mi piedad diste al olvido,
a la humana ambición abriendo espacio;
tú, errante seguirás en el futuro
la estrecha senda que a seguir acierte
con temeroso afán tu pie inseguro;
tú, que la vida despreciaste, impuro,
verás alzarse por doquier la muerte”.
¡Y errante caminó! ¡Cuán angustiada
llegó a encontrarse en su primer jornada
la triste humanidad, hasta que el cielo
piadoso quiso mitigar su duelo
en la cima del Gólgota, sagrada!
Allí fue donde el Dios que el orbe alienta,
el Dios del Sinaí que el rayo lanza
y hace escuchar su voz en la tormenta,
víctima santa de mortal afrenta,
derramó con su sangre la esperanza.
Aún resuena en los aires condolida
la agonizante voz del mártir fuerte,
por la voz de los siglos repetida;
el ay postrero de su triste muerte
abrió los mundos de la eterna vida.
Y desde entonces, madre cariñosa
el hombre tiene en la sin par María;
ella calma sus penas bondadosa
y del mundo en la noche tempestuosa
es faro de esperanza y alegría.
Ella es la madre del amor divino
que sobre el mundo su bondad derrama,
ella alienta al cansado peregrino,
abrevia de los males el camino
y en santo gozo el corazón inflama.
Enjuga el triste llanto del que llora
y alivia los dolores del que pena:
por eso el hombre su favor implora,
que ella es de todo mal consoladora,
que ella es de todo bien fuente serena.
Su santo nombre es suave como gota
de avara lluvia en el sediento estío;
del arpa del amor mística nota
que de los senos de la vida brota
y llena de los seres el vacío.
Nombre que cual profética paloma
del arca de los tiempos se desprende;
azucena gentil de suave aroma,
iris de paz que las borrascas doma,
luz que la fe del corazón enciende.
Ese nombre los siglos nunca oyeron
que la cuna del mundo rodearon,
ni los sabios de Grecia lo entendieron,
ni las damas de Roma lo tuvieron,
ni las musas profanas lo cantaron.
Que ni el plácido arroyo que murmura
bajo el ramaje de la selva umbría,
ni el ruiseñor que canta en la espesura
tienen la suave y mística ternura
del dulcísimo nombre de María.
¡María! dulce nombre y armonioso,
primer acento que sonó en mi boca.
¡María! ser angélico y hermoso
que como escudo fuerte y amoroso
al hombre guarda que con fe lo invoca.
Casta mujer para sufrir nacida,
grande cual monte, humilde como helecho,
madre del que las fuentes de la vida
al hombre ciego en su furor deicida
clemente abrió desde el sepulcro estrecho.
No brilló como Venus Afrodite
por belleza y lascivia de consumo;
ni renombre gentílico transmite,
ni el manejo partió, como Anfitrite,
del húmedo tridente de Neptuno.
Fue una virgen humilde e ignorada
como rosa escondida en su capullo,
la madre de Jesús inmaculada
que aceptó sus dolores resignada
y aceptó sus grandezas sin orgullo.
Hija del llanto y madre del consuelo,
ella es la madre del linaje humano;
ella ¡la reina mística del cielo!
Calma del hombre el padecer y el duelo,
y con sublime amor y santo celo
tiende hacia él su protectora mano.
*
¡Oh, reina inmaculada! Por tu sin par pureza
tú fuiste la escogida Esposa del Señor,
y rota y quebrantada por ti fue la cabeza
de la infernal serpiente que nos condujo a error.
Mis ojos te contemplan, hermosa cual ninguna,
subir hasta los cielos en busca de tu amor;
y mírase a tus plantas la refulgente luna,
y cércate la aurora con su rosado albor.
Tus ojos oscurecen la luz de las estrellas,
el aura es tu sonrisa dulcísima y fugaz,
y el cielo que admiramos, la alfombra de tus huellas,
y el sol resplandeciente, la sombra de tu faz.
Revélanos tu nombre el murmurar del río,
repítenlo las aves en lánguida canción,
y en el mundano suelo lo invoca el hombre impío
cual dulce mensajero de paz y de perdón.
Te invoca el marinero en la borrasca ruda,
invócate el soldado en la batalla cruel,
y al mísero marino tu patrocinio escuda,
y ciñes al guerrero con inmortal laurel.
Los ángeles te adoran en éxtasis sublime,
los míseros mortales te elevan su oración;
porque es tu nombre santo consuelo del que gime,
porque nos da tu nombre la paz del corazón.
¡Tesoro de esperanzas, promesa de cariño,
iris resplandeciente del cielo espiritual,
más blanca que los linos, la nieve y el armiño,
mi fe te ha proclamado desde pequeño niño,
sin mancha concebida de culpa original!
Al alumbrar mis ojos la luz del nuevo día,
al toque religioso que invita a la oración,
y al reclinar mis sienes del sueño a la porfía,
te ha enviado siempre el alma, Purísima María,
envuelta en sus plegarias, la fe del corazón.
A Ti caminan siempre mis tristes confidencias,
mis lúgubres suspiros se elevan siempre a Ti,
y en los coloquios dulces de santas conferencias
balsámicos consuelos de todas sus dolencias
el alma apesarada encuentra siempre en Ti.
¡Estrella de los mares! la nave de mi vida
desmantelada y frágil te plazca dirigir;
los últimos acentos de mi alma agradecida
te llamen, virgen santa, sin mancha concebida,
mis últimas miradas te encuentren al morir.
1877
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